Dolores
tenía unas gafas de sol mágicas con las que uno veía la vida con un luminoso
color amarillo. Parece una tontería pero hice la prueba. Contemplé la vida sin
gafas sobre una playa de Galicia durante una lluviosa semana santa en la que la
lluvia te calaba poco a poco sin que me diese cuenta de que eso estaba
sucediendo en realidad; y luego, siguiendo sus indicaciones, me puse esas gafas
para ver la misma escena con ellas dispuestas sobre mi nariz que llevaba ya más
de seis meses sin introducirse química aniquiladora del sistema nervioso
central ni aspiraciones con esencia de Super Skunk de ningún tipo.
Y…
Madre mía, cómo cambiaba todo.
Era
la misma escena pero vista desde otro punto de vista completamente diferente.
Novedoso, más claro y sobre todo con mucha más luz. Todo lo grisáceo adquiría
una riqueza cromática impensable. Qué claridad. Todo aquello había estado allí
todo el tiempo pero yo no me había dado cuenta. La misma escena cambiaba,
mutaba, no 360 grados cómo explicaría alguna lerda modelo con nariz, pómulos,
barbilla y tetas retocadas. La modelo semos rubias con culo respingón enfundado
en leggins brillantes de choni que tras ser entrevistada en un evento confundía
candelabro con candelero. Nada de 360 grados hijaputa, solamente 180, pero qué
180 grados. Era la noche y el día. Se me humedecieron los ojos. Podía sentir
como el calor me subía de abajo a arriba para concretarse en mi mirada azul que
lentamente, poco a poco, iba siendo engullida por una niebla amarilla que me
dejaba sin aire con pocas ganas de hablar y muchas ganas de llorar. Las gafas
de sol mágicas eran inspiradoras de felicidad. Nunca había sentido nada parecido. Y
me dio por pensar que tal vez Dolores fuese el amor de mi vida. La chica a la
que había estado buscando durante toda mi vida sin que yo tuviese la certeza
absoluta de que realmente hubiese estado sumergido en aquella complicada
búsqueda. La mujer brillante que me deslizó, como quien no quiere la cosa, que
tal vez el encontrarnos había sido escrito por aquel o aquellos que regían mi
vida. Una especie de señor o señores sabelotodos que saben en qué momento van a
ofrecerte la mano derecha o izquierda para preguntarte con una sonrisa qué mano
quieres escoger. Pastilla roja o azul nene. La mujer brillante que me susurró que a lo mejor había llegado
el momento cero o instante mágico en el cuál yo por fin iba a encontrar el
sentido de mi existencia o dicho de otro modo, mi lugar en el mundo tras años
de infructuosa búsqueda pese a que yo no contemplase el hecho primero de que a
lo mejor no andase buscando nada porque había decidido rendirme para verlas
venir, ver crecer a mi hijo y envejecer sin caer en la cuenta de que cada año
que pasaba me transformaba en un ser bípedo, pensante y onanista más débil, gris y común.
Ahora
mismo cierro los ojos… Oremos.
Ustedes
pensarán que estoy loco y los que me conocen, que los hay leyendo esto porque
yo ya me he ocupado de que eso sea así, es probable que también piensen lo
mismo. Que he enloquecido. Que no me da el aire. Que me drogo o emborracho y me
pongo a escribir párrafos sin sentido que únicamente me llenan a mí. Que me
paso el día buscando porno por la red para masturbarme esperando al gran
asteroide que vendrá después de la pandemia del virus. No es un avión ni es Supermán, es una puta piedra enorme que va a aniquilarnossss. Que
ese tío que escribe estas mezquindades, qué cabrón, debe ser indestructible
porque siempre tiene ocurrencias raras que verter y que se pasa el día
malhumorado como si estuviese enfadado con todo el mundo. Que es un buen
chaval, que te ríes con él pero que es raro de cojones cuando se va por las
ramas contando o vertiendo cosas en la red que no colgaría si tuviese dos dedos
de frente aunque (yo sepa) que tengo más porque soy calvo. Que tras las metáforas está su
vida real y que al parecer el cabrón debe sufrir aunque se empeñe en no
desmarañar nunca del todo ese montón de ideas que se juntan, rozan, abrazan, se
besan y juegan entre ellas sin mantener esa distancia mínima que al parecer
existirá a partir de esa nueva normalidad que se supone un día vendrá para
quedarse y jodernos a todos.
Dolores
está a 600 kilómetros, eso es mucho más que 180 grados; y estoy empezando a
olvidar su olor. La mujer brillante y sus gafas de sol mágicas no están a mi
lado para recordarme que tal vez hubo un momento en mi vida en el que encontré
mi lugar, mi sitio en el mundo. Un instante mágico en el que aquella búsqueda
de la que yo no era consciente de estar llevando a cabo se paró. En un mediodía
lluvioso juntos en una bahía de un pueblo costero de Galicia. En una época en la que
mi hijo no era capaz de verbalizar que me quería. Y cierro los ojos para no
olvidar toda aquella magia. Para reencontrarme con ella dentro de un paisaje lleno de luz y de color cuando mi vida estaba dominada por el blanco y negro. Cierro los ojos, los cierro. Quiero mantenerlos cerrados todo el tiempo para no nombrarla, para mantenerla siempre conmigo, atesorándola como lo que es, lo más bonito y hermoso que despacito fue resbalándoseme por la piel como un tesoro protector que me acarició para convencerme de que tal vez, ese rinconcito de ahí, ese trocito de espacio bañado con esa luz cálida, fue y es mi lugar en el mundo. Un escondite secreto de mi vida al que nunca he querido ponerle nombre para protegerlo, porque si no tiene nombre, fíjense ustedes, si no tiene nombre...