lunes, 27 de abril de 2020

SI NO TIENE NOMBRE NO EXISTE (4 de 4)


Dolores tenía unas gafas de sol mágicas con las que uno veía la vida con un luminoso color amarillo. Parece una tontería pero hice la prueba. Contemplé la vida sin gafas sobre una playa de Galicia durante una lluviosa semana santa en la que la lluvia te calaba poco a poco sin que me diese cuenta de que eso estaba sucediendo en realidad; y luego, siguiendo sus indicaciones, me puse esas gafas para ver la misma escena con ellas dispuestas sobre mi nariz que llevaba ya más de seis meses sin introducirse química aniquiladora del sistema nervioso central ni aspiraciones con esencia de Super Skunk de ningún tipo.

Y… Madre mía, cómo cambiaba todo.

Era la misma escena pero vista desde otro punto de vista completamente diferente. Novedoso, más claro y sobre todo con mucha más luz. Todo lo grisáceo adquiría una riqueza cromática impensable. Qué claridad. Todo aquello había estado allí todo el tiempo pero yo no me había dado cuenta. La misma escena cambiaba, mutaba, no 360 grados cómo explicaría alguna lerda modelo con nariz, pómulos, barbilla y tetas retocadas. La modelo semos rubias con culo respingón enfundado en leggins brillantes de choni que tras ser entrevistada en un evento confundía candelabro con candelero. Nada de 360 grados hijaputa, solamente 180, pero qué 180 grados. Era la noche y el día. Se me humedecieron los ojos. Podía sentir como el calor me subía de abajo a arriba para concretarse en mi mirada azul que lentamente, poco a poco, iba siendo engullida por una niebla amarilla que me dejaba sin aire con pocas ganas de hablar y muchas ganas de llorar. Las gafas de sol mágicas eran inspiradoras de felicidad. Nunca había sentido nada parecido. Y me dio por pensar que tal vez Dolores fuese el amor de mi vida. La chica a la que había estado buscando durante toda mi vida sin que yo tuviese la certeza absoluta de que realmente hubiese estado sumergido en aquella complicada búsqueda. La mujer brillante que me deslizó, como quien no quiere la cosa, que tal vez el encontrarnos había sido escrito por aquel o aquellos que regían mi vida. Una especie de señor o señores sabelotodos que saben en qué momento van a ofrecerte la mano derecha o izquierda para preguntarte con una sonrisa qué mano quieres escoger. Pastilla roja o azul nene. La mujer brillante que me susurró que a lo mejor había llegado el momento cero o instante mágico en el cuál yo por fin iba a encontrar el sentido de mi existencia o dicho de otro modo, mi lugar en el mundo tras años de infructuosa búsqueda pese a que yo no contemplase el hecho primero de que a lo mejor no andase buscando nada porque había decidido rendirme para verlas venir, ver crecer a mi hijo y envejecer sin caer en la cuenta de que cada año que pasaba me transformaba en un ser bípedo, pensante y onanista más débil, gris y común.

Ahora mismo cierro los ojos… Oremos.

Ustedes pensarán que estoy loco y los que me conocen, que los hay leyendo esto porque yo ya me he ocupado de que eso sea así, es probable que también piensen lo mismo. Que he enloquecido. Que no me da el aire. Que me drogo o emborracho y me pongo a escribir párrafos sin sentido que únicamente me llenan a mí. Que me paso el día buscando porno por la red para masturbarme esperando al gran asteroide que vendrá después de la pandemia del virus. No es un avión ni es Supermán, es una puta piedra enorme que va a aniquilarnossss. Que ese tío que escribe estas mezquindades, qué cabrón, debe ser indestructible porque siempre tiene ocurrencias raras que verter y que se pasa el día malhumorado como si estuviese enfadado con todo el mundo. Que es un buen chaval, que te ríes con él pero que es raro de cojones cuando se va por las ramas contando o vertiendo cosas en la red que no colgaría si tuviese dos dedos de frente aunque (yo sepa) que tengo más porque soy calvo. Que tras las metáforas está su vida real y que al parecer el cabrón debe sufrir aunque se empeñe en no desmarañar nunca del todo ese montón de ideas que se juntan, rozan, abrazan, se besan y juegan entre ellas sin mantener esa distancia mínima que al parecer existirá a partir de esa nueva normalidad que se supone un día vendrá para quedarse y jodernos a todos.

Dolores está a 600 kilómetros, eso es mucho más que 180 grados; y estoy empezando a olvidar su olor. La mujer brillante y sus gafas de sol mágicas no están a mi lado para recordarme que tal vez hubo un momento en mi vida en el que encontré mi lugar, mi sitio en el mundo. Un instante mágico en el que aquella búsqueda de la que yo no era consciente de estar llevando a cabo se paró. En un mediodía lluvioso juntos en una bahía de un pueblo costero de Galicia. En una época en la que mi hijo no era capaz de verbalizar que me quería. Y cierro los ojos para no olvidar toda aquella magia. Para reencontrarme con ella dentro de un paisaje lleno de luz y de color cuando mi vida estaba dominada por el blanco y negro. Cierro los ojos, los cierro. Quiero mantenerlos cerrados todo el tiempo para no nombrarla, para mantenerla siempre conmigo, atesorándola como lo que es, lo más bonito y hermoso que despacito fue resbalándoseme por la piel como un tesoro protector que me acarició para convencerme de que tal vez, ese rinconcito de ahí, ese trocito de espacio bañado con esa luz cálida, fue y es mi lugar en el mundo. Un escondite secreto de mi vida al que nunca he querido ponerle nombre para protegerlo, porque si no tiene nombre, fíjense ustedes, si no tiene nombre...

SI NO TIENE NOMBRE NO EXISTE (3 de 4)


Cuando Rebeca me dio puerta argumentando lo que se suele argumentar en esos casos que no es otro argumento que el empleo de sugerir que una ya se siente como atrapada en una relación que se considera no lleva a ningún lugar,  mi contador se puso a cero, o lo que es lo mismo, me vine abajo. Y abajo no se está tan mal si uno ha conseguido proveerse de la cantidad suficiente de Super Skunk, Oráculo mediante. 

El recuerdo que tengo de todos esos días es algo borroso porque, salvando las horas que me pasaba en mi trabajo, el resto lo dedicaba a andar por casa completamente fumado, excepto cuando me tocaba tener a mi hijito. Él era como una especie de linterna que me aclaraba un poco el camino a seguir. El cabroncete me alumbraba y en cierto modo también me recargaba llenando lentamente aquel vacío que yo ya consideraba como algo normal y perfectamente asumible. Consecuencia de las dichosas claúsulas. Cuando entregaba al pequeño de nuevo a su madre, no recuerdo que durante todo ese periodo ella se dignase a mirarme a la cara y mucho menos a dirigirme la palabra si exceptuamos algún que otro gruñido que emitía a modo de respuesta cuando yo le contaba que el niño había comido bien, dormido perfectamente y cagado un guano que podía definirse como normal. Tras la entrega y el regreso a mi casa, de nuevo recurría al frasco de cristal que para nada andaba descapitalizado de cogollos. Me hacía un leño de dos papeles y me lo fumaba como si mi esperanza de vida fuese de pocas horas. Con el colocón a cuestas solía entonces ponerme a buscar porno gratuito en Internet para disfrutar de un orgasmo gestionado hábilmente por mí mismo. Creo que me pasé cerca de nueve meses con todo aquello, que fue más o menos lo que conseguí llegar a estirar el contenido de aquel enorme frasco de cristal. Durante toda aquella época me hinché de comer hidratos. Pasta fresca. Arroz. Patatas… Y un montón de lentejas estofadas que me cocinaba con la olla a presión con la que me llenaba fiambreras que luego depositada en el interior del congelador. Cuando se es pobre, los hidratos de carbono son algo intrínseco a una mala situación económica. Pasó cerca de un año hasta que conseguí comenzar a ahorrar algo. Un año viviendo al día en la que nunca dejé de pagar la hipoteca, la comunidad, los suministros y la pensión para mi hijo. Cerca de un año empleando el transporte público para no gastar gasolina. Casi trescientos sesenta y cinco días también en los que no tuve apenas contacto con terceras personas hasta que conocí a Dolores.

SI NO TIENE NOMBRE NO EXISTE (2 de 4)


Cuando muera, mi último pensamiento será para él.

Durante cierto tiempo pensé que en mi último suspiro mi mente haría un repaso veloz a los mejores momentos acontecidos en mi vida. Una cosa bastante general. De hecho, siempre he escuchado que cuando te llega la hora, instantes antes de morir, toda la puta vida se te pasa por delante de las narices a una velocidad de vértigo. Y también siempre creí que ese acabose, sería más o menos como el psicodélico final de 2001 una odisea en el espacio. Luces de colores. Música sonando de fondo. Y me figuro que al final de todo una potentísima luz blanca que te engulle. Y se acabó. El muerto al hoyo y que pase el siguiente, porque aquí sinceramente no hay sitio para todos. Es lo que hay, es lo que ha habido y sido siempre, desde el confín de los tiempos.

Luego me dio por pensar que en ese momento final mi mente recogería los mejores orgasmos que he tenido a lo largo de toda mi existencia. Una compleja argamasa mental de tías en bolas susurrándome todo aquello de qué bien que me  estás follando cabrón. No sé porque las chicas me insultan cuando me las estoy follando aunque yo me muestre de lo más educado con ellas. La verdad es que si estás en faena no es momento de jugártela por aquello del qué dirá, o mejor aún, qué hará. Pero llega un momento mágico en el que ellas se transforman, tal vez se dejen llevar hipnotizadas por todo ese montón de sensaciones, olores, roces, sonidos y experiencias visuales que van tomando forma a medida que yo empujo y ellas esperan el vigoroso resultado de ese movimiento. Follar es como bailar house. Te pasas un cuarto de hora haciendo lo mismo y de repente… Hay una frontera que se traspasa. El siguiente nivel. Siempre es  igual. Una frontera que debe estar a tocar del infierno porque a todas ellas les entra una calentura facial y la habitación o el lugar donde se esté llevando a cabo el coito huele como a azufre. Regresando a ellas, se ponen rojas las muy cabronas y cuando parece que están a punto de estallar como el gordo glotón aquel del Sentido de la vida de los Monty Python, las chicas cambian el rol y mandan a su educación de paseo; es entonces cuando surge el insulto, yo me corro, ellas se corren y me figuro que me muero luz blanca mediante convertido en un auténtico cabrón con el contenido líquido de mis cojones vacío, eso sí. Quizás esa sea mi extremaunción. Se me perdonan todos los pecados cometidos en una última corrida divina que acumula el top diez de las mejores corridas vividas y amén, cabrón. Oremos otra vez hijos de puta.

Más tarde comencé a fijarme en la música y asumí la creencia que en mi último instante de vida todas las grandes canciones que hubiese escuchado a lo largo de todo el trayecto conformarían una especie de popurrí con mis títulos de crédito existenciales pasando por delante de mi mirada borrosa ya me voy, lo siento. Grandes canciones acompañadas de momentos excelsos. Tiene que haber un momento excelso para que una canción sea recordada con el paso de los años, porque si no, escuchas otra e inmediatamente la anterior queda solapada y el excelso aquel no tiene sentido de ser. En mi final, probablemente saldría el Comfortably numb de los Pink Floyd. Y se me vería sentado alrededor de una mesa ubicada en el interior de una casa que ya no existe. Sobre la superficie de nogal, un montón de pastillas tranquilizantes y dos litronas de cerveza. Luego aparecería también Sorrow, del mismo grupo; aquí yo estoy sentado en el borde de una piscina privada con los pies metidos en el agua mientras le digo te quiero a la primera mujer que besé en la boca. También estaría el Telegraph Road de los Dire Straits. Y segundos antes de que comience el solo de guitarra final, le explico a una chica de la que ni siquiera recuerdo su nombre que todavía no he encontrado mi sitio en este mundo. También estaría el All I wants is you de los U2. Yo estoy estirado sobre una cama de hotel con una mujer brillante a mi lado llorando por dentro sintiéndome el hombre más feliz del planeta tierra. Hasta que llega el final de todo ese popurrí musical. El volumen de la música va alejándose paulatinamente mientras mi corazón cada vez late más despacio, más lento, se para... La escena entonces se funde en negro y aparece como de la nada que en realidad es un todo, esa poderosa luz blanca indicativa de que la fiesta ha llegado a su final. Hora de recoger y de irse a casa señores.

Hasta que llegó él a mí vida, mi hijo. Aterrizó y todas esas posibles opciones se desvanecieron. Para él será ese último pensamiento. Aún no sé cuál será la escena en concreto porque la rueda de la vida a su lado, aunque sea una semana sí y otra no, sigue girando y creando momentos por los que merece la pena seguir contratado a jornada completa en este mundo. A lo mejor será un encuentro de miradas de lo más poderoso en el que ninguno de los dos nos decimos nada. Simplemente nos contemplamos metiéndonos el uno dentro del otro porque a fin de cuentas, no dejamos de ser la misma persona salvando las distancias de la edad. A lo mejor es una risa, una conexión total en la que los dos nos reímos de lo mismo para enseguida mirarnos como solamente él y yo lo hacemos. Tal vez sea un abrazo con palmadita mientras yo hundo mi nariz en su cuello y le susurro que le quiero como nunca he querido a nadie sin dejar de olisquearle para atesorar su olor corporal tan único e intransferible.

Aún no sé cuál de todos ellos será, quedan muchos por venir. Pero el último pensamiento será para él. Mi último pensamiento para él, mi último suspiro concentrado en su vida. Yo me voy. Él se queda. Luz blanca y a otra cosa. ¿Posible epitafio? Pásatelo lo mejor posible y cierra tú hijo. Aprovecha al máximo. Disfruta. Pero sobretodo, esto es importante, cierra bien la puerta por la noche para que los monstruos que acechan no te sorprendar con el culo al aire.

SI NO TIENE NOMBRE NO EXISTE (1 de 4)


Lo primero siempre era formatear los márgenes. Luego seleccionaba el interlineado para enseguida darle un tamaño idóneo a la letra. Finalmente, escogía el tipo de fuente que quería tuviese el documento. Todo ese proceso era extraordinariamente rápido pues apenas me llevaba un minuto y medio.

Lo segundo era sencillamente empezar a escribir. Aquello me llevaba más tiempo claro, pero lo mejor venía cuando dejaba de golpear las teclas con las yemas de mis dedos tras haber llenado varias páginas del documento con palabras. Entonces miraba el reloj que estaba encima de mi cabeza, colgado en la pared de la cocina, porque deben saber que siempre escribía con el pc instalado sobre la mesa de la cocina, con la ventana bien abierta para que el aroma de Super Skunk no se adueñase de todo el piso, sentado en una silla dura de cojones que había sido creada por algún diseñador de Ikea con el propósito de que el cliente final se sentara sobre ella para disfrutar de una apasionante comida nórdica con un 10% positivo en heces. Pero yo le cambiaba el fin a aquello, léase silla de cocina, como he hecho durante toda mi vida con todo lo que no me ha terminado nunca de convencer del todo; y transformaba aquella silla de cocina en una butaca donde sentarme para crear textos en lugar de hacerlo para ingerir alimentos sólidos. Tras el chequeo visual a ese reloj de pared, comprobaba como aquellos diez minutos en realidad se habían convertido en casi dos horas. Ciento veinte minutos (180 grados) que se me pasaban volando porque escribir me llenaba. Vaciándome de letras me llenaba, qué curioso. Aquello era la Felicidad, me figuro. Oremos.

Lo tercero tenía tetas y me sedujo bailando el Lead the way de Carlos Jean una noche en la que, también me figuro, alguien le echó algo a mi sexto cubata de cola con ron Brugal. Prefiero cambiar eso también para no sentirme como un perdedor, no porque no me guste perder, que no me gusta, si no porque no soporto parecer gilipollas, aunque sepa que a menudo lo parezco. En eso soy como todos. Ningún tipo sabe lo que está haciendo cuando se ha tomado seis cubatas y si dice que lo sabe es un capullo que miente más que habla. Creo que solamente el oráculo puede aseverar que  sabe lo que hace yendo puesto. El oráculo es el tipo que me suministra la yerba Super Skunk. Adonde quiero llegar es a la cuestión, a la esencia primera. Y es que con aquel bailecito dejé de escribir. Sí. Con ese contoneo dejé de sentarme en la silla de cocina reconvertida en butaca. Con aquel contoneo me puse hasta arriba de folleteo durante los días que siguieron. El principio de algo salido de un final. Un contoneo con claúsulas. Porque todo lo que implique un esto por aquello las contiene. Dichosas claúsulas. Además del folleteo, de Rebeca siempre recordaré su pasión por visitar cementerios las noches calurosas de verano. La forma en la que se frotaba la nariz segundos después de que sus fosas nasales se tragaran todo aquel polvo blanco que amargaba y al mismo tiempo alegraba. Su manera de contarme las cosas, preguntando siempre con preguntas dirigidas que no contemplaban otra respuesta posible que no fuese una afirmación por mí parte. Y yo me dejaba llevar porque en realidad no tenía nada mejor que hacer que dejarme llevar. Por la vida, tal vez, pero sobretodo por ella, con su culito respingón y aquellas paredes vaginales que abrazaban a mi rabo convirtiéndome en un Buzz Lightyear hasta el infinito y más allá voy a hacer que te corras diez veces me cago en todas las estrellas del cosmos Saganiano.

Lo cuarto es doloroso. Y no me refiero a aquel estrecho y delgado consolador anal con el que Rebeca se empeñaba a veces en sodomizarme para acercarme más al principio creador de todo. Ya saben… Dios. Diooossss… Si no que me refiero al dolor aquel que aparece cuando uno descubre que en realidad lo que parecía ser no es. Y no hablo de promesas incumplidas porque Rebeca nunca me las prometió. Nada de prometérmelas  muy felices ni todo aquello de las perdices. De eso nada. Coto de caza cerrado a cal y canto. Lo nuestro era física y también química a 40 euros el gramo porque la coca se la pasaba su primo. Ella dirigía y sabía muy bien por dónde se deslizaba y cómo lo hacía. Qué sinuosa era la cabrona. Qué mujer. Estoy hablando de las claúsulas otra vez, sí. De la letra pequeña que está aunque uno no sepa que está. Y me viene a la cabeza la frase aquella de que el desconocer que existe cierta ley no implica que uno pueda pasársela por el forro de los cojones para acabar incumpliéndola. Si uno la caga la paga. Bueno. La frase no era así del todo, es obvio, pero el recuerdo que tengo cuando caí en la cuenta de que aquella máxima existía es tal cual suena. Un asunto feo de cojones. Pueden tocarte los cojones, puedes pasártelo de cojones, puedes pasarte ciertas cosillas que te desagradan por los cojones, puedes tener cojones y descubrir como estos se vacían cuando descargas tras un orgasmo o bien, lo peor, también se puede experimentar una huida de ese valor, que dicen, poseemos los tíos que se visten por los pies. Un valor que se suele localizar vulgarmente en los huevos, léase cojones. Ese tener cojones o dejar de tenerlos cuando te das cuenta de que aquella persona que se contoneaba y metía más farlopa que tú, te gané otra vez chaval snifffrsssh. De algún modo difícil de explicar, es lo que tiene la química, Rebeca y sus usos y abusos de las drogas duras con tendencia a ser aspiradas vía fosas nasales, te hacía experimentar cierto llenado mental que te impulsaba a creer aquello de que eras especial, luego te sentías feliz y al final…

Hay escenas que me gustaría borrar de mis pensamientos del mismo modo que existen ciertos partidos de fútbol, de mi Barça, que desearía no haber visto jamás en directo, como por ejemplo aquella semifinal de Champions cuando veníamos con un 4-0 en contra en el Allianz Arena y el Bayern de Munich nos endosó un 0-3 en el estadio. Con los socios tribuneros seguramente recuperando con sus comentarios negativos viejos estigmas del pasado, que los hay y muchos. Hay escenas que no deberían existir  aunque entienda que han de estar porque nos ayudan a avanzar. Esto último queda genial, me refiero a lo de avanzar, pero no me malinterpreten porque yo también he tomado durante meses un regulador de la Serotonina bajo prescripción médica para contener la tristeza. Son escenas que si me propongo también puedo transformar, de hecho acabo de hacerlo porque el final de lo mío con Rebeca no fue del todo tal y como lo he escrito. Fue peor, claro, porque si lo escribo lo mejoro.

Aquí podría regresar al punto segundo, sí. Sentado frente al ordenador con un exuberante porro de Super Skunk, una buena hierba nacida en el valle del Riff y que cambió de continente gracias a un par de funcionarios corruptos que dejaron pasar a aquella anciana orejuda con un fardo a su espalda que no parecía ser lo que en realidad era. De África a España, el país que tuvo un presidente del gobierno que daba ruedas de prensa a través de una tele de plasma sin que se le pudiesen hacer preguntas. Tal vez fue el viento que cambió su orientación cuando la anciana cruzó el paso fronterizo controlado por aquella pareja de funcionarios marroquíes pero me temo que dos billetes de quinientos euros recuperaron la frase de pasártelo por los cojones. Ande yo caliente, que dicen. Hay cosas que no cambian, la condición humana está entre ellas; y el dinero fácil llena estantes vacíos de neveras y sacia sobretodo necesidades humanas. Es la necesidad de tener, poseer, de disfrutar, lo que nos lleva por caminos o senderos que considero probablemente la mayoría jamás deberíamos haber marcado con nuestros pasos al transitar sobre ellos. Eso suena raro pero se entiende, al menos yo lo entiendo y con eso me vale. Ya me sirve. Yo yo yo y mi mundo gatuno de los cojones repleto de comas donde más que escribir se vomita para luego poder atiborrarme aún más.

También podría haber citado un punto nuevo entre el dos y el tres. Y lleno esa cita explicando que un tío escribe para digerir mejor lo vivido y más o menos es feliz. Es un tipo casado desde hace siete años con un hijo de pocos meses y aparece el punto dos y medio. En esa escena el tipo se da cuenta de que su vida es aburrida y decide quedar con sus dos amigos de toda la vida para cenar y de paso celebrar la nueva paternidad. Y tras la cena con vino el trío masculino se anima y toma la decisión de entrar en una discoteca donde tras seis cubatas a un DJ pasado de farlopa mal cortada le da por pinchar, fíjate tú, el Lead the way de Carlos Jean. Y de la nada sale ella, Rebeca, que emerge de la oscuridad, de una esquina, tal vez de su guarida secreta, con su contoneo lascivo; y yo me invento aquello de que alguien debió de echarle algo a mi cubata de cola con ron Brugal porque es la forma que tengo de transformar una fastidiosa realidad de la que en el fondo no me siento orgulloso. Y con esa mentira a cuestas el remordimiento no tiene lugar, digamos que parece que no está cuando en el fondo sí que está porque no se trata de una mancha que pueda irse con facilidad echándole algún tipo de producto químico diseñado para ese fin. Si fuese un famosillo y tuviese un representante, yo me ocupo nene tranqui, podría citar algún tipo de aséptico comunicado en el que se trataría de explicar un mal comportamiento debido a alguna especie de estrés o agotamiento personal. Pero no tengo representante ni me conoce nadie, así que simplemente, recuperando ese punto tercero, la cagué. Engañé a mi mujer y se lo dije a las pocas semanas porque Rebeca me cegó. Aquella mujer y sus polvos mágicos. No los que se aspiran por la nariz si no los otros. Los nacidos de movimientos pélvicos llenos de ritmo, frenesí e idas y venidas que culminan en un éxtasis que a uno le hace sentirse más hombre de lo que en realidad es.

Cuando Rebeca me dijo que se sentía atrapada me arruinó porque todos los puntos se me vinieron abajo de golpe. Lo primero, lo segundo, lo tercero y lo cuarto. Recuerdo que me encerré en el lavabo de aquella cafetería para llorar. Nunca llegué a saber en cuál de mis sollozos, el primero, el segundo, el octavo… Rebeca decidió traspasar la puerta del  local para desaparecer. Dejó la cuenta pagada eso sí. Todo un detalle por su parte. Aunque aquello no evitó que yo me descapitalizase meses después cuando el abogado certificó el convenio de separación que rompía mi contrato con la que hasta entonces había sido mi pareja.